Lo hizo a sangre fría, tras la cobarde valentía de quien se cree superior. No tuvo humanidad, ni un atisbo de piedad hacia aquellos que le fueron fieles hasta el último momento, cuando aún con la soga al cuello lanzaron un último ladrido de amor. —Solo son galgos —dijo el cazador.
"...el tiempo se consume..."
Volutas de humo azulado dibujan figuras efímeras en el aire, formas que por un breve lapso parecen dormidas en su ingravidez. El tiempo se consume en cada calada mientras oye la cerradura. -Es la hora, Mike. Una última calada a la vida antes de cruzar el corredor de la muerte.
"...en continua deriva..."
Frase inspiradora:
"...sale despacio..."
El
vehículo apareció a la hora en punto, pero no era lo que yo esperaba.
Mi
sorpresa fue mayúscula, ya que se trataba del coche que siempre deseé tener,
una pieza de museo que apenas circulaba ya, un sueño hecho realidad.
El
conductor me invitó a pasar a la parte trasera del automóvil. Una vez dentro,
saludé a quien se situaba en el asiento del copiloto, un señor calvo y delgado,
y también a quien se sentaba a mi lado, una mujer muy mayor de gesto afable.
—Ya
estamos todos —dijo el piloto, un joven que no hacía más que guiñarme el ojo
por el retrovisor.
—¡Pues
menuda pandillita! —replicó la señora.
—Es
lo que hay —zanjó el joven.
Quedé
extrañada con tan peculiar diálogo, pero me hice la tonta. En estos viajes
cortos prefiero pasar inadvertida, término que me fue imposible cumplir ante la
lentitud de la marcha. El vehículo apenas alcanzaba los setenta kilómetros por
hora.
—Oiga,
¿no puede ir un poco más rápido? —inquirí al conductor, cansada de ver cómo nos
adelantaban hasta los caracoles por el arcén.
—Voy
despacio porque la señora se puede marear —dijo el chófer.
—En
efecto, y no querrá usted que le vomite encima, ¿verdad? —La contestación de la
anciana cerró mi boca.
De
repente, el conductor dio un volantazo para desviar el coche hacia lo que
parecía ser un bazar. El joven, el calvo y la anciana se pusieron un
pasamontañas y salieron del auto escopetados. Quedé paralizada, hasta que los
encapuchados volvieron en breve con una bolsa.
—¡Arreglao!,
¡tira pa Segovia, torete! —gritó el calvo con entusiasmo.
El
chófer volvió a guiñarme el ojo y arrancó el coche, dejando restos de goma
quemada de los neumáticos sobre el asfalto.
—¿Estáis
locos o qué? —grité indignada.
—Anda,
boba, mira la maravilla que te he traído —contestó la abuelita, sacando de la
bolsa un Satisfyer.
Quedé
muda.
El
calvo se puso dos gorras sobre la cabeza, mientras el conductor presumía de sus
nuevas y flamantes gafas de sol. La señora, con sonrisita sardónica, examinaba
su otro Satisfyer con curiosidad.
Me
asusté, sin decir ni pío hasta vislumbrar la silueta del Acueducto de
Segovia a lo lejos. Entonces pude ver a mis padres sujetando una pancarta:
“Felicidades,
Patricia, que cumplas muchos más. El coche es para ti. Y perdona la broma”.
Todos
en el vehículo echaron a reír... y yo a llorar.
En mi memoria guardo todos mis cumpleaños, en especial, el año que me regalaron una cometa del tamaño de un avión, aunque, de haberlo sabido antes, jamás hubiera aceptado obsequio así. Ese día mis padres me acompañaron a una verde pradera junto a la hermana de mi mamá, una belleza llamada Desengaño. Allí olvidamos las horas, hasta que comenzó a soplar un viento sostenido, ráfaga suficiente como para avivar a la dormida cometa. Mi padre agarró el hilo antes de que la brisa tornara en vendaval, sin destreza, por lo cual la cometa voló errática a ras de suelo. Y así, en un brutal golpe de viento, la cometa se hizo libre, arrancando el finísimo cabo que la unía al alma de mi padre. Entonces quise abrazar a mi madre, pero ella ya no estaba allí. Mi mamá saltó sobre el artilugio alado al quedar el hilo desmayado en manos de su esposo, quien fuera su gran amor. Luego, cuando mi madre desapareció para siempre entre las nubes, la tía Desengaño besó los encarnados y entreabiertos labios de mi padre. De esa manera, deshecho en un mar de aflicción, supe que aquel día comencé a morir.
Nacer
Nada más nacer me subí a la ventana que daba a la plazuela. Al intentar asomarme para ver mundo, fui sorprendido por una señora que me cogió de los tobillos y me puso boca abajo, propinándome un sonoro par de azotes en las posaderas. Quise preguntar por el nombre de aquella bestia, pero al ser incapaz de articular palabra no tuve más remedio que recurrir al llanto más sonoro y estridente. Después, la antipática señora decidió depositarme sobre los generosos senos de una mujer que me acogió como a un hijo. Demasiada confianza, me dije, aunque más tarde supe que esa dama cubierta de sudor resultaría ser mi madre.
Venir al mundo supone un shock muy importante, un aviso de lo que nos depara ese accidente natural llamado vida. Para empezar, nadie tiene la delicadeza de mostrarnos un catálogo donde poder elegir familia, continente o país de nacimiento. Tampoco nos dejan decidir si ser guapos o feos, altos o bajos, patanes o genios. Ni tan siquiera escoger sexo. Nos imponen hasta el nombre, circunstancia que en ciertos casos puede compararse con alguno de los peores crímenes de la humanidad. Sin ir más lejos, mamá y papá decidieron llamarme Pancracio, pensando en el santo patrón de la salud y el trabajo. Teniendo en cuenta que mis apellidos son Pérez Gil, la broma está consumada. Por si no lo sabíais, la tradición popular dice que colocar ramitas de perejil sobre San Pancracio atrae suerte y dinero. Pérez Gil y perejil suenan parecido, hecho que disparó la maldita ocurrencia de mis progenitores, a quienes, a pesar de todo, no guardo rencor.
En mi caso puede decirse que nací optimista, ya que cualquier otro hubiera optado por recular y volver de nuevo al cálido y protector útero materno. En cuanto a ese supuesto, debéis leer el relato que viene a continuación.
Cómodo Augusto
Una vez conocí a un individuo que fue capaz de atrincherarse más de nueve meses en las entrañas de su señora madre. El tipo en cuestión se llamaba Cómodo Augusto, nombre significativo donde los haya.
Cuando Cómodo asomó la cabeza el día de su nacimiento, no sin cierto recelo, sólo acertó a escuchar una frase demoledora: «¡Joder!, ¡mira que es feo el jodío!»
El autor de tan amables palabras portaba una aparatosa mascarilla que cubría gran parte de su rostro, circunstancia por la cual Cómodo llegó a pensar que se trataba de alguien horrible. Así, lleno de pavor, volvió a desandar el camino para acurrucarse en una benefactora posición fetal, única postura conocida por él hasta el momento.
A pesar de los suplicantes ruegos del equipo médico habitual, nada ni nadie consiguió que el recién no nacido abandonara la idea de acampar en el útero de su buena madre, lugar en el que llegó a permanecer la friolera de quince años, mucho más tiempo que cualquier otro ser humano en toda la historia. Ese hecho disparó la atención mediática de medio planeta, al suponer un acontecimiento único, singularidad de la cual podía sacarse una grande y jugosa tajada. Mientras tanto, Cómodo siguió nutriéndose del alimento y los líquidos aportados por su madre, una señora que fue creciendo a la par que su hijo, en un desmedido y absurdo delirio retransmitido en directo por decenas de canales de televisión.
De esa manera pasó el tiempo, demasiado rápido para Cómodo y demasiado lento para su madre, hasta que un día la eterna gestante se tragó un trozo de papel, una nota en la cual aparecía un desesperado mensaje a modo de ultimátum:
—Querido y desconocido hijo, he de decirte que no puedo más. Debes saber que llevo años sin poder caminar ni ponerme en pie, aparte del tiempo que llevo sin retozar con tu padre. El tamaño de mi barriga es similar al de una lavadora industrial, una lavadora que no ceja de centrifugar día y noche. Querido hijo, he escrito estas líneas para comunicarte que se acabó. Tienes una hora para recoger tus cosas y salir de ahí. De lo contrario, estoy dispuesta a ingerir cianuro y acabar con todo.
P.D.: En fin, querido y desconocido hijo, ¡tú verás!, que ya eres mayorcito.
Cuando Cómodo leyó la nota no creyó ni una sola palabra, pensando que se trataba de una sucia treta para sacarlo del cálido y confortable cubículo materno, el lugar de donde no pensaba salir jamás. Pero esta vez su madre parecía ir en serio.
Cómodo recibió una nueva nota a los pocos minutos de leer el ultimátum.
—Adiós, extraño y desconocido hijo. Supongo que te he querido mucho.
Nada más terminar la frase, el habitáculo materno comenzó a agitarse como si se tratara de una enloquecida coctelera, como si un huracán de categoría 5 estuviera a punto de barrer todo a su paso. Entonces Cómodo tuvo una revelación, una lucidez que vino a salvarle la vida. Si quería sobrevivir tenía que cortar cuanto antes el cordón umbilical, conducto por el cual llegaría el veneno asesino. Y así lo hizo, con uñas y dientes, desgarrando el cordón a base de furiosos mordiscos, en un desesperado intento por no ingerir un solo gramo de cianuro. Misión cumplida. Nada más cortar el conducto buscó la salida, resbalando en toda clase de fluidos de olor y textura en verdad asquerosos, hasta que así, sin apenas darse cuenta, Cómodo apareció envuelto en un torbellino de jugos, placenta y sangre, acribillado por los clics de decenas de cámaras fotográficas. Enseguida pudo comprobar cómo el asunto del ultimátum había resultado ser todo un engaño, una tramposa y rastrera argucia, al encontrarse de bruces con el aliviado rostro de su paciente madre.
Cómodo llegó al mundo real recién cumplidos los quince años.
El muchacho no supo adaptarse nunca al exterior. Ni la celebridad ni el dinero obtenido por la fama mediática le ayudaron a ser feliz. Un día, Cómodo Augusto conoció a alguien de edad similar a la suya, un muchacho que no paraba de contar anécdotas sobre su más tierna infancia y adolescencia, como el día en que echó a andar por primera vez o cuando su madre le sorprendió tocándose en el baño. Esas historias, en apariencia frívolas y triviales, sirvieron para hundirlo del todo, de forma definitiva, arrepentido en lo más profundo de su ser de aquel absurdo y largo aislamiento, consciente de haber perdido lo más preciado y auténtico de nuestras vidas; La niñez.
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