Dioses de Oro y Sangre

 Abril de 1519. Provincia de Tabasco, Imperio Mexica

Imposible avanzar. Las piernas, entumecidas por culpa de tan largo cautiverio, no obedecían las órdenes de mi cerebro. Álvaro de Goenaga quedaba lejos, varias varas por detrás de mí, agotado, a punto de caer rendido sobre la densa maleza. Mientras, decenas de flechas silbaban en derredor, guiadas por el instinto asesino de los salvajes, olfato criminal que llevó a una de las saetas a clavarse en la nuca de Goenaga. Mientras Álvaro moría solo, despedazado por una horda de hostiles, mi visión se nublaba debido al sudor impregnado en mis ojos. Y cuando creí morir, cuando creí reunirme en el Purgatorio con el pobre Álvaro, de repente me precipité al vacío, como si el suelo de la selva hubiera desaparecido bajo mis pies. Y efectivamente así fue. Luego, un torrente de agua entró sin permiso por mi nariz y por mi boca, intentando anegar mis pulmones. Un par de desesperadas brazadas me permitieron alcanzar la superficie, lo suficiente como para tomar aire y ver la robusta silueta de uno de aquellos bárbaros emplumados, un indio que sujetaba en su mano derecha la cabeza decapitada de Goenaga. Entonces recordé el maldito día en que accedí partir hacia el Nuevo Mundo.


EL GLORIOSO ARIETE 

Nueve años atrás. Cáceres, España. Año del Señor de 1510

La prisión de Cáceres me acogió como a uno más de sus ocupantes, sin distinción ni boato alguno. El hecho de ser un peligroso reo condenado por asesinato no asustó a ninguno de mis nuevos compadres, tipos rudos, hijos de puta muy bravos, verdadera carne de patíbulo. Los carceleros tampoco eran monjitas de la caridad, es más, incluso alguno de ellos daba muchísimo más miedo que cualquier otro convicto. Yo lo llamo defensa propia, pero un juez no demasiado cordial me condenó a quince años de prisión por matar a Honorio, un indeseable que, en caso de haber podido, hubiera hecho conmigo lo mismo que yo le hice a él, es decir, asestar veinte navajazos en mi estimado estómago. Según mi criterio, tanta puñalada suscitó una desmedida atención sobre el caso. Me salvó del cadalso mi reciente y triunfal regreso de las guerras italianas, refriega de la que volví señalado como héroe local de mi pueblo, yo, un simple soldadito de infantería que tocó la gloria en la guerra de Nápoles. Dicen de mí que soy una persona fría, serena, al contrario de lo que pudiera parecer tras hacer semejante avería al tal Honorio. Intento olvidar la violencia durante los periodos de paz, pero es que cuando el mismísimo Rey de España te paga por matar y saquear es muy difícil redimir cierto gusanillo depredador. Por cierto, mi nombre completo es Mateo Esquivel Donoso, para serviros a vos y a Dios. Torrejoncillo es el pueblo donde nací, un lugar duro y árido, como el carácter de sus sufridos habitantes. Soy tan analfabeto como un borrico o una amapola de campo, pero no soy ni tonto ni estúpido, cosa que deseo quede bien clara. Antes de ser soldado fui campesino, como ya lo fueran mis padres, mis tíos, mis abuelos y los abuelos de mis abuelos. Tengo dos hermanos que llegaron a convivir con dos hermanas más, pero una murió de fiebres y la otra de parto, la pobre María, quien dejó de existir tras dar a luz al pequeño Samuel, mi único sobrino hasta el momento. La falta de aire al nacer lo dejó tonto, inútil, inservible para trabajar o hacer otra cosa que no tenga que ver con dormir, comer, gruñir o cagar. Pobre desdichado. Aunque soy de la opinión de que Samuel tiene la gran suerte de no sufrir dolor de espalda ni de tener callo en las manos, ya sea por no haber sujetado jamás una lanza, puñal o pesada azada. Mis rencillas con Honorio venían de antes de ser soldado, cuando sus cerdos invadían nuestro huerto para comerse todo lo que pillaban, incluida la misma tierra en caso de tener mucha hambre. En una ocasión, uno de aquellos cochinos estuvo a punto de comerse los pies del pequeño Samuel, justo cuando éste dormitaba al sol sobre su humilde cunita de paja. El guarro olió la carne fresca y pasó al interior del soleado patio de la casa, lugar donde se encontraba Samuel, solo, ya que mi madre se hallaba al pie del fogón, cocinando para los hambrientos marido e hijos que volverían pronto de doblar el espinazo en el campo. Se conoce que el animal, antes de intentar devorar a mi sobrino, decidió probar el pie de Samuel a lametones, para luego hincar levemente sus afilados dientes sobre la tierna carne del niño. Éste, al sentir el mordisco, comenzó a berrear como un poseso, berrido que llegó a oídos de su abuela, mi madre, quien salió a ver qué ocurría en el patio. Al ver el terrible panorama, Elvira clavó varias cuchilladas en el pescuezo del marrano, hasta que el animal cayó moribundo. Los berridos de Samuel y los agudos chillidos del cerdo pusieron en guardia a Honorio, dueño del cochino, quien apareció alteradísimo en nuestro patio. Hubo una fuerte discusión entre mi madre y Honorio, este último muy ofendido y afrentado por la muerte de su animal. Mi madre casi la emprende a cuchilladas también con el amo del porcino, a quien tenía en menor estima aún que al pestilente cuadrúpedo rosado. En esas aparecí yo, acompañado de padre y hermanos, alertado por el estridente llanto de Samuel, el cual, aparte de chillar como una bestia, sangraba por un piececito de forma abundante. Para desesperación de mi madre, Honorio quiso cobrarse la pieza a precio de oro, al perder una buena venta de cara a la matanza de invierno. Entre todos logramos echar al viejo cabrón de nuestro patio, sin permitir siquiera que Honorio sacara a su cochino de allí. Amenazas de muerte y toda clase de improperios volaron a los cuatro vientos, sin que, por el momento, llegara la sangre al río, asunto que terminaría ocurriendo algún tiempo después. Y de qué manera. 

Siendo tan solo un muchacho supe que no tenía ningún futuro ni en el pueblo ni en ningún otro lugar de la comarca, ya que siempre tuve curiosidad por saber qué había en otras tierras, en esos otros lugares donde se posaban los rayos del sol cuando reinaba la noche en mi pueblo. Los campos y el cielo de Torrejoncillo cercaban mis ansias por conocer, por saber… por vivir. Hastiado del campo y de pasar calamidades al raso, mis deseos de dejar el pueblo se cumplieron una fría mañana de enero, cuando un destacamento del ejército llegó con la intención de reunir una leva de jóvenes ansiosos por vivir aventuras. Mi madre se opuso, pero la opinión de mi padre pesó mucho más, orgulloso y satisfecho de ver cómo su hijo se convertía en un defensor más de los gloriosos dominios patrios en el extranjero. José Aurelio, nombre de mi progenitor, se bastaba junto a mis dos hermanos para atender las labores del campo, siempre bajo la bobalicona mirada y la baba a medio caer del pobre e inocente Samuel. Dejar el pueblo y enrolarme en una aventura de tal calibre me tenía excitado, mucho más que deleitarme con los pechos de la tía Ramona, la cual se bañaba en el río las noches de verano, semidesnuda, a sabiendas de que era observada por alguien que, precisamente, no era ningún búho solitario. Buena mujer la tía Ramona. Lástima que la matara un rayo en una tormentosa tarde de primavera. 

Nada me ataba ya a Torrejoncillo, nada, ni mi dudoso gusto por la azada o el arado ni las tetas de la chamuscada tía Ramona, cosa que me facilitó la partida del pueblo. Así, tras algunas semanas de dura e intensiva instrucción militar, pasé a formar parte del Glorioso Ariete, apodo que un compañero de armas le puso a nuestro destacamento, una rara mezcolanza de campesinos, gañanes y gente de mal vivir que, en general, sólo buscaba expiar sus pecados y enriquecerse a base de saquear los tesoros encontrados en batalla. Ese ímpetu compartido por tantos hombres es lo que empujó a Castilla a ser lo que fue, es decir, convertirse en uno de los mayores imperios conocidos hasta el momento. 


Italia. Comienzos del año 1502 

Italia era nuestro destino final, un lugar dominado por españoles y franceses, un lugar donde no cabían los periodos de paz o tranquilidad. No daré demasiados detalles acerca de los años que pasé allí, ya que lo que ocupa este escrito es mi regreso a España y el posterior viaje al Nuevo Mundo, periplo mucho más exótico, temible y emocionante que el italiano. He de decir que el Glorioso Ariete arrasó allá donde clavó su pica, a las órdenes de don Gonzalo Fernández de Córdoba, «El Gran Capitán», insigne militar español. Tengo que reconocer que la suerte me acompañó siempre en la larga campaña italiana, como si se tratara de una sombra, ya que en un par de ocasiones estuve a punto de subir a la barca de Caronte, el encargado de guiar las sombras errantes de los difuntos a través del río que separa la vida de la muerte. En la batalla de Ruvo conocí el miedo, ese pavor que suelta los esfínteres y mezcla el sudor de la ingle con un mejunje pestilente de heces y orina, emanación que, por cierto, acompaña a no pocos hombres en el campo de batalla. Pero ese día mi mayor problema no fue el mal olor. Mi mayor problema fue un par de soldados franceses empeñados en abrirme en canal y medir la longitud de mi intestino. Menos mal que un tal Álvaro, Álvaro de Goenaga, apareció arcabuz en ristre, reventando la cabeza y los sesos de uno de los dos francesitos. El otro intentó hacerse el muerto bajo el cuerpo de su compañero, y a fe que lo consiguió, eso sí, marchando al Otro Mundo sin mandíbula, asunto que complicaría mucho su charla de bienvenida con san Pedro. Enseguida Goenaga advirtió el fuerte olor que emanaba mi cuerpo, guiñándome un ojo antes de salir volando cuatro varas hacia atrás. La onda expansiva provocada por una bomba de nuestra propia artillería lo mandó al suelo. Cuando me acerqué a él comprobé que se encontraba bien, eso sí, envuelto también en un aroma muy similar al mío. 

Mi otra cita con la muerte no fue en el campo de batalla, sino en una cama de hospital. Pasé dos semanas delirando, con unas fiebres tan altas que no entiendo cómo mi carne y mi pellejo no se derritieron en el trance. Muchos de los nuestros no lo contaron, quedando el camposanto de Barletta atestado de cadáveres, la mitad de ellos valientes soldados de nuestro glorioso Tercio. Goenaga, amigo íntimo desde que me salvara la vida en la batalla de Ruvo, era un muchacho de un empuje y un valor extraordinario, una especie de toro bravo sin miedo al dolor ni a nada que se le parezca. Tal era su brío, que el despiadado jefe de mi destacamento, un tal Pedro Herrera, siempre lo situaba en la picota de ataque, lo que todos conocíamos como la cresta del Glorioso Ariete, una punta de lanza más que suicida. 

La palabra prisionero no existía en la filosofía guerrera de Álvaro, ni por asomo, hecho que le costó algún rapapolvo que otro al matar en más de una ocasión a aquel que valía más vivo que muerto. Goenaga era guipuzcoano, de un pueblo llamado Tolosa, villa de gran relevancia al ser un importante cruce de caminos entre Castilla, Navarra y Francia. Al margen de la anécdota geográfica, Tolosa era el mejor pueblo de España, y, por extensión, del mundo entero, afirmación sostenida y vociferada a los cuatro vientos por el fanfarrón de Alvarito, cuya modestia era tan escasa como la limpieza de su cabello rubio y ralo. Todo eso me daba lo mismo, al igual que sus sonoros ronquidos o el desagradable aliento que salía de su boca. Para mí, alguien que te salva la vida está en disposición de hacer o decir lo que le venga en gana, hecho por el que Álvaro se adueñó de mi incondicional confianza en el momento que evitó que mi alma abandonara la carcasa de mi estimado cuerpo. Respetar y admirar a Goenaga era algo de lo más lógico, pero mi gran reverencia por él no era expresada con suficiente claridad, no por vergüenza o embarazo, sino más bien por tocarle los mismísimos a un tipo tan bravucón. Ahora sé que ese intercambio de golpes indoloros entre ambos no hizo más que ensalzar nuestra amistad. Y, por cierto, si volví a España convertido en héroe de guerra fue por obra y gracia de don Álvaro de Goenaga. Ocurrió una cálida mañana de mayo, cuando las tropas comandadas por Gonzalo de Córdoba asestaron un certero golpe sobre el Castel Nuovo, último reducto de los franceses en la ciudad de Nápoles. El caso es que, alentado por mi buen amigo Goenaga, el jefe del destacamento me ordenó ir en la avanzadilla del Glorioso Ariete junto a Álvaro y dos hombres más, quienes tuvimos que atravesar los muros medio derruidos de la zona norte del castillo. Allí sólo vimos soldados franceses hechos puré, fruto de la potente andanada de nuestra gloriosa artillería. En verdad, nos limitamos a rematar a los que aún quedaban vivos, hombres que lo único que hacían era pedir ayuda con desespero. Pero gracias a nuestro acto heroico, aunque eso depende de a quién se le pregunte, las piezas artilleras pudieron apuntar hacia la torre del Beverello, último bastión armado de la fortaleza, lugar de donde pronto asomaría una enorme bandera de rendición. 

Tras caer Nápoles a nuestros pies, saqueo, vino y mujeres constituyeron nuestro siguiente quehacer, mucho más satisfactorio y agradecido que pegar arcabuzazos o desparramar tripas por el suelo. De hecho, el valeroso ejército de don Gonzalo Fernández de Córdoba pasó cerca de tres días con su soldadesca ebria y dispersa por las callejas de la ciudad, una villa más parecida a Sodoma y Gomorra que a la Roma del Papa. Incluso nuestro recto capitán pasó de darnos órdenes a juguetear sin vergüenza alguna entre las piernas de Francesca, una napolitana de ojos verdes que, junto a un nutrido séquito de dulces amigas, levantó la moral, y alguna otra cosilla más, de prácticamente la totalidad de la tropa española. 

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